Historia de Santiago del Estero

Por Guillermo Adolfo Abregú

Breve reseña histórica de la provincia de Santiago del Estero, nominada "Madre de Ciudades" por ser la más antigua de la Argentina. Fragmentos de la obra publicada con forma de libro por la Municipalidad de la Capital de Santiago el Estero en 2003, con motivo de celebrarse su 450 aniversario.

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lunes, julio 25, 2005

La vida diaria

El desafío era grande, duras las tareas, y todo en medio de un tiempo turbulento, de intrincadas situaciones propias del proceso en gestación. “Es cierto que hubo sangre y lágrimas en la conquista del Tucumán -nos dice Lucía Gálvez de Tiscornia-, pero también hubo sol serrano, olor de yuyos, risas de los mestizos, parloteo de las indias, agua de los arroyos, y algo debía haber para que los españoles se quedaran, y ya sabemos que no era ni oro ni plata”. El propio Francisco de Aguirre llegaría a escribirle al Rey de España pidiéndole ayuda y terminaría sus días sumido en la pobreza.
Pasados los peores momentos, la vida diaria en Santiago tenía sus componentes de trabajo, de aprendizaje mutuo de artes y lenguaje entre españoles y nativos y, desde luego, de momentos de entrega a las costumbres y distracciones.
Con el concurso de los indios y las indias que bastante sabían de trabajar en cultivos, hilados y cerámica, en las chacras se realizaban las tareas agrícolas, y además de algunos talleres de alfarería y de elementos de madera para diversos usos, en varios solares se establecieron obrajes textiles de tejidos de lana para sobrecamas, de algodón para prendas de vestir, ponchos, calzados trenzados (alpargatas), sombreros y otras confecciones que se enviaban para su venta a Potosí. En sus artesanías usaban gran variedad de colores que sabían preparar obteniendo los tintes de árboles y frutos. Mas pudo ser -comenta Delgado- que algunas viviendas, o detalles de ellas, fueran pintadas con las tinturas indígenas.
Más adelante, también se empezaría a mandar ganado vacuno que a veces faltaba en el Perú y en Santiago se había acrecentado en pocos años con especial impulso desde los días en que Aguirre dotara desde Chile los primeros y limitados hatos para consumo y reproducción. También había “miel y buena en abundancia, la cual sacaban a Potosí en cueros”, y “el pan era el mejor del mundo”, relataría fray Reginaldo Lizárraga al transitar por el Tucumán, camino del Perú a Chile.
Las costumbres culinarias y alimenticias se confundían en lo habitual de las relaciones entre naturales y colonos. De la caza de liebres, guanacos, tarugas (especie de venado, taruca en quichua), perdices, vizcachas, conejos, quirquinchos, patos, garzas, palomas y otros animales silvestres, y de la pesca de sábalos, dorados y bagres, que realizaban con redes y arpones en el Misky Mayu, los indios cocinaban gustosos guisados a fuego de leña, también el locro resultaba del preparado que hacían de maíz, con carne fresca o secada al sol con sal (charqui) y zapallo. Asimismo, tenían otras formas de aprovechar el maíz, como el aunca o amca (maíz tostado), el mote (hervido), tulpo (harina de maíz) y sopa de maíz molido con sal, y por supuesto la chicha que la guardaban en tinajuelas. La algarroba era para juríes y diaguitas otro de sus principales productos de consumo de la cual hacían patay (pan de esta harina) y elaboraban para beber la fermentada y fortísima aloja. La tuna y los frutos del mistol, el chañar y el piquillín también constituían parte de su alimentación. Quizás no faltaría el tabaco (que se daba en la zona de los sanavirones y comechingones cercana a Córdoba), que se enrollaba o se machacaba para fumarlo en chala.
Los españoles, que solían compartir viandas y recetas con los nativos encomendados, no dejaban de añorar comidas típicas de la península, pero en Santiago del Estero las suplían muy bien con sustanciosos preparados de sus cocineras indias y sabrosos pucheros de gallina, carne vacuna e incluso porcina, al estilo español con tocino saldo, y el suculento añadido de los manjares originarios de la tierra americana: porotos, papas, choclos y zapallo. Y muy probablemente ya se daría en Santiago la batata, la que al conocerse en Europa mereciera el elogio de William Shakespeare. Tampoco faltaban los dulces ni el vino autóctono que se hacía desde que el sacerdote Juan Cidrón -venido de Chile con experiencia sobre el particular- comenzara a elaborarlo con la vid que se producía en las quintas de la capital del Tucumán en 1555.
La actividad en las chacras para nada resultaba poca. Además de las faenas de labranza, diversos eran los productos que se elaboraban, entre ellos jabón y velas de sebo, cuya pasta se hacía en grandes ollas de fierro, del mismo modo artesanal que en Europa, pues la fabricación del jabón recién se extendería en Inglaterra en el siglo XVII y su industrialización científica con agregados aromáticos tardaría hasta comienzos de 1800 (recordemos que en Buenos Aires,
la primera jabonería industrial fue la de Vieytes, donde se reunían los principales revolucionarios de Mayo). Los indios, que acostumbraban bañarse en el río con frecuencia (costumbre a la que Hernán Cortéz le llamara en México “el gran vicio americano”), ya obtenían espuma como jabón de la corteza de ciertos árboles como el quillay, o de la raíz de un espino, llamándolo ttacsana roque o sapona-ttakhsaña.
A la pregunta de cómo encenderían el fuego para cocina, calor y lumbre, los indios seguían haciéndolo como antiguamente: raspando la piedra entre hongos y hojas secas, machacando con yesca, y una vez acabada la llama, cubriendo las brasas con ceniza, conservándolas al rescoldo, para volver a encender los leños al día siguiente y así sucesivamente, sin necesidad de prender con yesca nuevamente. Para iguales usos y sus velas de sebo, los españoles lo harían pistoneando pólvora (el fósforo recién se descubriría en 1669).

 Julio Carreras
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